(Columna) A 53 años de la reforma agraria chilena: Reflexiones en medio de la pandemia

Juan Ignacio Latorre y Rodrigo Mundaca, El Desconcierto, 29 de julio 2020

El 28 de julio del 2020, día de la Reforma Agraria y, por ende, día del campesino y la campesina, es necesario reivindicar esta epopeya como un hito en nuestra historia reciente, un hito lleno de dignidad y coraje. Es necesario también declarar que ese hito, retrotraído por la mano artera de civiles y militares, nos convoca a mantener vigente el sueño de millones: la tierra y el agua para el que la trabaja, preservando siempre la vida de las generaciones presentes y sin hipotecar la vida de las generaciones futuras.

En Chile, la reforma agraria iniciada el año 1962 y profundizada en el período 1967/1973, fue la respuesta a la explotación de las y los trabajadores del campo al latifundio improductivo. Existían vastas superficies de tierra ociosa que no pagaba tributo y que contaba con un sistema de trabajo conocido como inquilinaje. Es decir, hombres y mujeres viviendo en condiciones de semi esclavitud, recibiendo salarios en especies, atados a la tierra del patrón y a la religión que él profesara.

En Chile, la consigna “La tierra para el que la trabaja”, tuvo como respuesta un conjunto de medidas políticas, económicas, sociales y legislativas, que en esencia modificaron la estructura de la propiedad y la producción de la tierra. Se realizaron iniciativas de ley para el pago en dinero a las y los campesinos, pago en los días de lluvia, libertad política y de culto, buscando devolver la dignidad a quienes hasta ese entonces vivían cual siervos de la gleba. Doscientos años de maltrato llegaban a su fin.

La nueva Ley 16.640 de Reforma Agraria no se explica sin la Ley 16.625 de Sindicalización Campesina. Ambas fueron promulgadas el 16 de julio del año 1967, durante el gobierno de Eduardo Frei Montalva (1964-1970). Sus principios básicos fueron la incorporación de los campesinos a la propiedad de la tierra que trabajaban y a la vida social, política y cultural del país.

La Ley de Sindicalización Campesina tuvo por finalidad mejorar las condiciones de trabajo, celebrar contratos colectivos de trabajo, representar a las y los trabajadores campesinos en el ejercicio de sus derechos sociales y laborales, además de promover la educación gremial, técnica y general de sus asociados. La Ley de Sindicalización Campesina empoderó a los trabajadores del campo, dotándolos de una “fuerza laboral” organizada que le dio legitimidad y sustento social. Es también durante este período, octubre de 1969, cuando se promulga el Código de Aguas que señala a las mismas como bienes nacionales de uso público, manteniendo la indivisibilidad del agua con la tierra y, con ello, dando certezas de su uso para el cultivo de la tierra.

El gobierno del Presidente Salvador Allende (noviembre 1970 – septiembre 1973), profundizó la reforma agraria limitando la concentración de la tierra a un máximo de 80 hectáreas, para acabar tempranamente con el latifundio. Incentivó además la formación de cooperativas campesinas. Durante los gobiernos de Frei Montalva y Allende se expropiaron aproximadamente 10 millones de hectáreas las que se pusieron a disposición del pueblo campesino.

La historia señala que el proceso de reforma agraria fue violentamente interrumpido a partir del golpe militar del 11 de septiembre de 1973. Miles de campesinos que lucharon por la propiedad de la tierra, que asumieron el derrotero de su propio destino, fueron asesinados a mansalva, perseguidos, encarcelados, despojados una vez más de lo más preciado por ellos, la tierra. Fueron obligados por el peso de la bota golpista y la confabulación de los cómplices civiles a ser nuevamente mano de obra asalariada.

La Dictadura comandada por Pinochet se encargó de destruir el proceso de reforma agraria; un tercio de las tierras expropiadas fueron devueltas a sus antiguos dueños, otro tercio se entregó a los campesinos sin ningún tipo de apoyo, (más de la mitad terminó vendiendo sus tierras), y el tercio restante, las mejores haciendas, fueron a parar a manos del Ejército y de funcionarios de la Dictadura.

Durante el período de la dictadura militar (1973-1989), se terminó con gran parte de la reforma agraria, cambiando la tenencia de la tierra, siendo nuevamente privatizada. Campesinos reformados enfrentaron enormes dificultades técnicas y financieras para mantener su vocación productiva y terminaron vendiendo, lo que favoreció una vez más la concentración de la tierra agrícola. La arquitectura productiva agraria también experimentó un cambio radical, los cultivos tradicionales orientados hacia el mercado interno fueron reemplazados por cultivos forestales y fruticultura de exportación, lo que en la práctica significó priorizar el monocultivo en grandes extensiones de tierra, usar intensiva e irracionalmente bienes naturales finitos, suelo y agua e introducir a gran escala insumos sintéticos del tipo plaguicidas y fertilizantes.

El agua fue privatizada constitucionalmente en 1980 y -a reglón seguido- fue implementado el Código de Aguas del año 1981, el que separó la propiedad del agua del dominio de la tierra. Esto acrecentó las dificultades para que el pueblo campesino siguiera cultivando y haciendo producir la tierra. El régimen jurídico privado de las aguas se encargó de favorecer a los grandes propietarios, a aquellos que orientaron sus producciones hacia el exterior. Por ende, contaron con todas las facilidades de la banca y también con todos los instrumentos de fomento productivo anidados en las instituciones del agro.

Desde la década del 90 en adelante, el modelo de producción de alimentos se ha caracterizado por la simplificación del medio natural, por el avance de la frontera de los monocultivos y por la destrucción de la biodiversidad y de los servicios ecológicos que esta presta. Para hacer de Chile una potencia agroalimentaria, distintos gobiernos han intentado transformar a la agricultura familiar campesina en “exportadores”, incorporándolos a los círculos “virtuosos” de los mercados extra muros, debilitando su acervo productivo, territorial e identitario.

La presión que ha ejercido el modelo agroexportador sobre los bienes naturales comunes, ha sido a expensas de la pauperización de la agricultura familiar campesina y a expensas del agotamiento del agua y la tierra. Esta agricultura fuerte y desarrollada de la cual se han vanagloriado los malos gobiernos, se ha encargado de degradar de manera irreversible bienes naturales que la naturaleza hoy no es capaz de restituir. El cambio en la orientación productiva agrícola, su carácter intensivo e inmediatista, también ha afectado el mercado del trabajo rural, transformando a muchos campesinos y campesinas, en trabajadores asalariados de temporada, provocando desarraigo y migración.

La agricultura cumple un rol societario fundamental: producir alimentos. La agricultura familiar campesina juega un rol determinante: son aproximadamente 200 mil familias campesinas las que producen un tercio de todos los alimentos que consumimos y, sin embargo, la soberanía alimentaria que ellos ejercen se encuentra amenazada. El sentido común ha sido avasallado por el lucro desvergonzado y la destrucción ambiental. Los malos gobiernos han cedido al negocio de la tierra y el agua, cedido al modelo que homogeniza la naturaleza y pauperiza a las comunidades campesinas. El 28 de julio del 2020, día de la Reforma Agraria y, por ende, día del campesino y la campesina, es necesario reivindicar esta epopeya como un hito en nuestra historia reciente, un hito lleno de dignidad y coraje. Es necesario también declarar que ese hito, retrotraído por la mano artera de civiles y militares, nos convoca a mantener vigente el sueño de millones: la tierra y el agua para el que la trabaja, preservando siempre la vida de las generaciones presentes y sin hipotecar la vida de las generaciones futuras.

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